lunes, 24 de septiembre de 2007

UNA DE CINE... CINEMA PARADISO (1988)

Totó se divierte espiando al censor desde su escondite

Anoche estaba viendo Cinema Paradiso, de Giuseppe Tornatore y, a falta de 5 minutos para el final, la totalidad de mi casa se sumió en la más absoluta oscuridad... El ruido de la tormenta, allá fuera, fue el signo de mi desdicha. Más de una hora esperando, hasta que hube de desistir, muy a mi pesar, ya que lo hacía desconociendo el final de la citada película. Lo primero que he hecho hoy ha sido ver esos 5 minutos de metraje... y he vuelto a emocionarme, igual que horas antes mis lágrimas se perdían en la lluvia (esto me recuerda a la “archiconocida” frase de Blade Runner).

El destino me había reservado uno de los momentos más emocionantes en mis años de espectadora, para que, debido a la espera, lo disfrutara con más ganas todavía. La recopilación de todos esos besos “de cine” que nunca fueron vistos, es una buena síntesis del filme: la importancia del amor y de la cinematografía para Totó, el protagonista (y, de forma inevitable, para los espectadores). La película concluye con el cine, inmersa en una estructura circular, ya que empieza de la misma manera. ¿O quizás sea éste, al estar presente a lo largo del filme, su único motivo?

En efecto, Tornatore ha creado un sublime referente del cine dentro del cine, un discurso plenamente “metacinemátográfico”, permítanme la licencia. Un fascinante homenaje al CINE y a su vinculación con la vida misma. Así, la historia de Totó va de la mano de aquellas que son proyectadas en el pequeño “Cinema Paradiso”; sus propias miserias y su primer amor son, en cierto modo, reflejos de esas obras de cine clásico que transcurrían delante de sus ojos desde la cabina.

Llegados a este punto, mi pretensión no es la de ahondar en el argumento, ya que para ello hay numerosos espacios en la web con información más que suficiente, sino la de ofrecer algunas pinceladas sobre la obra. Destacaría la escena en que el travieso Totó se encuentra por vez primera ante la gran pantalla. El contraste entre las reacciones del cura-censor, con su ridículo movimiento de campanilla, y la dulzura de Totó, que asoma su rostro tras una cortina, resulta cómico y profundamente tierno a la vez. Además, es una forma magnífica de representar el choque que se produce entre la mirada limpia de un niño (la belleza examinada por los ojos de la niñez) y la mirada prejuiciosa de la edad adulta. Y qué decir de la escena en que Afredo (el maestro de Totó, en muchos aspectos), a través de un juego de espejos, consigue proyectar un filme en la plaza del pueblo... Es como si asistiéramos a la génesis del cine, al día en que “La salida de los obreros de la fábrica Lumière” dejó petrificada a la concurrencia y a sus retinas fascinadas.

Por último, me detendría en esas reacciones del público que tan bien supo plasmar Tornatore. Las risas y lágrimas de los asistentes al cine, contagian profundamente al espectador “externo”, quien traspasa la pantalla, se sienta al lado de Totó y ríe de igual manera con Chaplin o Totò (casualidades aparte, refiriéndonos a “il principe della risata” del cine italiano). La empatía con esos espectadores “internos” es tal que uno se ve a sí mismo soñando ante las películas que le impactaron a lo largo de su vida. Al mismo tiempo, es un retrato del efecto que las salas (y el cine en sí mismo) ejercían en las sociedades de posguerra, actuando como lugar de evasión, reunión, en el que establecer vínculos amorosos, o como una excusa para echarse unas cabezaditas...

Por todo esto, y otras cosas que aquí ya no tienen espacio, recomiendo un paréntesis de casi 2 horas para aislarse de todo, suspirar y emocionarse como sólo sabían hacerlo en otros tiempos. Cuando asistir al cine era creer en la magia y la ilusión...

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