miércoles, 26 de diciembre de 2007

La hoja de ruta del blog

Estimados internautas:
si habéis navegado a lo largo y ancho de este blog, os habréis dado cuenta –además de que no pasa de cinco entradas al mes- de su indefinición temática, cada entrada es de su madre y de su padre, y de su poca unidad y concreción. Simplemente parecemos dos personas escribiendo sobre lo primero que se nos ocurre, sin ton ni son. Incluso el lector avispado puede concluir que el nombre del blog nos sirve como parapeto para justificar tamaña falta de unidad y finalidad en todo lo publicado.

Pues bien, “lector avispado”, no es exactamente eso lo que pasa… Todo lo publicado –y lo que aparecerá, durante algún mes más- no es gratuito, y, cambiadas algunas cosas y presentadas correctamente, podrá apreciarse como de este “caos” surge un orden. Aunque quizá no se vea aquí, y me explico: el blog “el caos la ley que rige el universo” es en realidad la antesala de una página web de reflexión generacional. En aquélla, como aquí, se hablará de muchas cosas, pero realmente será con un sentido y una intencionalidad rápidamente discernible.

Porque, de verdad, hay muchas cosas que debatir. Muchos aspectos sobre los que reflexionar. Realidades y constantes existenciales que necesitan explicación, entendimiento, un esfuerzo –a nivel individual y colectivo- para aprehenderlas. Situemos nuestra existencia, conozcamos nuestra sociedad y nuestro mundo. Conozcámonos.

Pero no quisiera adelantar demasiado. Todavía queda un tiempo –ocurrirá a finales del primer trimestre del 2008-, así que de momento os voy a pedir simplemente que os relajéis y disfrutéis de este caos. Y que lo hagáis más grande. Así que, por favor, colaborad. Aportad vuestro toque –ya sea contestándonos o iniciando artículos o líneas de reflexión-. Hacedlo como queráis, de la extensión que queráis, del tema que os apetezca; criticad lo publicado, desmontad tesis, construid y destruid. Ustedes mandan, pero háganlo.

miércoles, 19 de diciembre de 2007

LA TRADICIÓN DE LOS VÍTORES SALMANTINOS

Vítor próximo a la fachada de la Universidad de Salamanca

Finalizar una carrera universitaria es algo que, sin duda, nos hace sentirnos vencedores, en la acepción de ‘salir con el intento deseado en contienda física o moral, disputa o pleito’ y, específicamente, en la contienda de los libros. Extasiados por el triunfo, de buena gana subiríamos a una escalera y, allá, sobre el muro más alto, dejaríamos constancia de nuestra victoria. Hecho esto, ¿cómo podríamos imaginar que tales signos pudieran adquirir, con el devenir del tiempo, valor histórico? ¿Cómo prever que nuestra caligrafía pudiera ser imitada por la Universidad en su imagen corporativa? ¿Cómo soñar con la visita de turistas, atraídos por una tradición peculiar y simbólica?

Quizá estas preguntas se harían los estudiantes de la época clásica de la Universidad de Salamanca, de encontrarse hoy entre nosotros; aquellos que, por vez primera, inscribieron sobre las paredes de los edificios universitarios las letras V-í-t-o-r o V-í-c-t-o-r (del latín victor, vencedor) y que, probablemente sin pensarlo, ya han pasado a la historia. En aquellos tiempos, la culminación de los estudios significaba la obtención del título de doctor y era esto lo que celebraban en sus inscripciones, coloreadas de rojo por la mezcla de sangre de toro, almagre y barniz.

Por todo ello, se conoce como “vítor” a los emblemas escritos sobre la pared; asimismo, la tipografía utilizada por la Universidad de Salamanca es denominada "Vítor" y está inspirada en los que cubren las fachadas.

El término vítor es también una interjección “para aplaudir a una persona o acción”. En la actualidad, al terminar el acto de Investidura de Nuevos Doctores, al grito del rector de “¡Universitas Studii Salmantini!” (Universidad del Estudio Salmantino), éstos exclaman: ¡Vítor!

Así pues, nos hallamos ante una tradición emblemática, aunque no exclusiva de dicha universidad (espero aportaciones de quienes hayan encontrado vítores en otras ciudades) y que todavía sigue vigente: se puede inscribir el vítor, previo permiso del decano y de manos de un pintor.
En un principio, parece de agradecer que las tradiciones pervivan, en un planeta globalizado que consigue eliminar de la faz de la tierra infinidad de vestigios del pasado, sustituidos por la implacable “modernidad”. Sin embargo, al cabo caemos en la cuenta de que es fruto de la misma globalización el hecho de que se simplifiquen las costumbres; se reduzcan (cuánta gente admirará a diario los vítores sin saber más de dos cosas sobre ellos); se haga negocio de ellas; se conviertan en “visitables" para atraer al turismo y, en definitiva, se les robe su primigenio significado, incluso su encanto. Son las contradicciones del momento que nos ha tocado vivir. Pero, sobre estos temas, seguiremos reflexionando...

lunes, 10 de diciembre de 2007

Un solo shonen, por favor

Os diré algo, frikis del manga: todos los shonen son más o menos iguales, y repiten con insistencia tramas, caracteres y tópicos[1]. Así que la pregunta es: ¿para qué ver más de uno – a la vez, quiero decir-? ¡Incluso hay shonens que, en cuanto se alargan, no cesan de repetirse a sí mismos! Dragon Ball –el elegido, el legendario- acabó, en palabras de Toriyama, “porque ya no era capaz de hacer avanzar la serie, ya no podía seguir sin acabar aburriendo a los seguidores”.

Y es que, al final, todas estas creaciones caen presas por la misma –y conservadora- fórmula que les permite construir de la nada una base de seguidores. El método funciona, funciona desde el principio, pero en determinado momento se agota. Luego quedan las vueltas de tuerca correspondientes (o un personaje nuevo ultrapoderoso del que no se sabía nada hasta entonces, o el nuevo y renovado villano, o la versión oscura de algún héroe) y, acabado también esto, se acabó. La historia saltó el tiburón (je,je) y la evidencia de refrito que deja cualquier desarrollo ulterior convierte el futuro de la serie en una carrera singular: una carrera por ver quién se hartará antes, el creador o el seguidor.

Porque giros de guión y riesgos argumentales en shonen de éxito, los justos. Todo queda en aplicar la fórmula y darle a los fans lo que quieren (que en mi época era sexo, Gokuh y violencia). Los fans no digieren bien las novedades o los cambios radicales: es más, les gusta lo previsible. Les gusta acertar en sus predicciones.

Así que la pescadilla se muerde la cola. Seguimos con el ejemplo de Dragon Ball: en determinado momento de la serie, cuando muere Gokuh (por primera vez, quiero decir),
Toriyama tenía pensado darle el protagonismo principal a su hijo, Gohan, y así darle frescura a los guiones con otra clase de historias. Pero los seguidores no quisieron; Gokuh tenía que volver (y volvió, claro). De acuerdo que Gohan, como personaje, no era la fiesta precisamente, pero mucho me temo que hubiera fracasado cualquier sustituto. Principalmente porque los lectores o televidentes de Dragon Ball no querían un sustituto para su héroe.

¿Son los seguidores unos tipos costumbristas y convencionales, declarados adeptos a la rutina? Bueno, antes vendría otra pregunta, pensándolo bien. ¿Están los mangakas condicionados hasta el punto expuesto por los resultados económicos y de popularidad de sus obras? Sí, desde luego. Y ahora, ¿por qué los seguidores quieren más de lo mismo, una y otra vez?

¡Porque son adolescentes! Quieren devorar la comida que les gusta hasta aborrecerla, emborracharse hasta vomitar, etc. Ser adolescente consiste en agotar las experiencias: comprensión por repetición. Por eso tanta copia, reflejo y sensación de deja vú en el shonen manga: comprensión por repetición. Por eso, también, hay que ver un solo shonen (el mejor). O dos si, en fin, es tu perversión.

[1] Si aparece alguien que opine lo contrario escribiré ese artículo: “todos los shonen son iguales”. Es algo evidente cuya exposición me parecía lógico ahorrarse, pero si hay alguien que piense distinto, que por favor lo haga saber.

Yo estuve allí, por el doctor House

“Si bien House tiene la convicción de que no existe vida más allá de ésta, lo único que tiene en mente, como auténtico científico, es servirse de esa parte fundamental del método científico que recibe el nombre de “falsabilidad”. Según ésta, una proposición científica es falsa cuando se consigue demostrar mediante la experiencia que un enunciado observable es falso (en este caso, que la muerte es un estado final irreversible).”
Yo soy quien sugirió esa otra versión aludida. Demósle profundidad ahora. Sin más preámbulos, al meollo:

¡Patricia habla directamente de suicidio…! ¡Buf! Aún cuando reconozcamos en House un personaje resentido y amargado (discutible), ni los problemas del capítulo -ni en general de la temporada ni de la serie- ni la discusión con el ‘hombre eléctrico’ –el del minuto y medio de puro placer- podrían conducirnos a la idea de que House pretende poner punto final a su existencia. Esta idea –la del suicidio- es, entonces, inconsistente con la trama particular del episodio y la personalidad del doctor, un personaje que en ningún momento de la serie defiende el suicidio (antes al contrario) y mucho menos para consigo mismo.
Pero hablemos primero del episodio. En la escena señalada, House llama por el busca a una de las doctoras en prácticas (Amber Velokis –o algo así-, más conocida como “zorra cruel”), con el fin de que le reanime. House no pretende suicidarse, pretende intentarlo (tal y como, minutos antes, ha deducido de la actitud del tipo de los 97 segundos). Lo que quiere el heterodoxo cojito es experimentar la sensación referida por el tipo del accidente de tráfico, y no con una intención recreativa o lúdica (“oh, mis mejores segundos”), sino simplemente porque, intrigado por la fascinación del Eléctrico, quiere demostrarle que se equivoca.
Porque House sabe que se equivoca; su fascinación no tiene nada de mágica ni de religiosa. ¿Pero cómo se convence a un iluminado, que se agarra a esa experiencia como prueba última de su razón? Precisamente esto le comenta al doctor Wilson en una escena previa. El doctor Wilson (por cierto, un excelente complemento en toda la serie –y no pocas veces como contrapunto- a la personalidad de House, su auténtico doctor Watson) que, como todos, como Patricia, no quiere resignarse sólo a unos preceptos biológicos y científicos y le acaba espetando el consabido: “no puedes saber lo que hay, no has estado allí”. Este argumento, el pasillo donde acaban todos aquellos pseudoreligiosos que no pueden vivir con la idea de –simplemente -una vida efímera y mortal[1], pero que tampoco pueden aceptar las locuras de la Biblia, es respondido por House con algo así como “¡siempre lo mismo!”
¿Y qué hace House? ¿Qué hace House, que anhela no sólo rebatir a Wilson (y a todos los inquilinos del pasillo), sino también darle una explicación racional a su suicida del porqué debe quedarse, una explicación que él pueda entender[2]? House, como en toda la serie, con una actitud estrictamente científica, decide experimentarlo y demostrarlo. Ya ha estado allí, ya ha estado clínicamente muerto. Y ha vuelto para decirnos (la última frase del capítulo) que “no hay nada, que ya nos lo advirtió”. La teoría científica ha superado la prueba de la experimentación práctica. Se ha falsado y ha resistido. La ciencia ha vuelto a ganar al oscurantismo.
Y eso es lo realmente grandioso de la serie –a la que no descartamos dedicarle más posts-, por encima de sus diálogos más o menos brillantes, sus tramas particulares más o menos originales o sus actuaciones más o menos convicentes: es un homenaje a la auténtica ciencia, al auténtico conocimiento. Sin excentricidades, sin contaminación idealista, sin mentiras sentimentales, la actitud científica de House en toda la serie es un admirable ejercicio de coherencia y valentía por parte de los guionistas. De hecho, hasta tal punto es la cosa, que creo que ver la serie es una oportunidad de conocerse a uno mismo: si a uno le gustan los argumentos de House (y nótese que digo “gustar”) está contento en un mundo realista de limitaciones biológicas y conquistas del conocimiento; si a uno le disgusta (o lo desprecia) seguro que tiene mucho de soñador y de idealista.

[1] Un verdadero creyente, un religioso, no intentaría convencerte racionalmente de la verdad de su doctrina. La Iglesia hace años que no trata de abrazar lo imposible: la religión es cosa de fe, “se cree o no”.
[2] Esta actitud puede rastrearse durante toda la serie; explícitamente por ejemplo en el capítulo de la misma temporada sobre el chico paralítico de la silla de ruedas y su perro.